Comentario
En este ambiente se construyó, en la misma época, en la misma comarca y en el mismo río, el más bello de los puentes hispanos, que sólo en el siglo XX comienza a tener competencia, de la mano de Santiago Calatrava, en cuanto a atrevimiento estructural y cualidades estéticas. Me refiero al de Alcántara, que fue magistralmente analizado por don Antonio Blanco Freijeiro; el problema de su diseño y construcción era complejo, ya que el río se presenta encajonado en unas laderas rocosas de considerable altura, que lo representan de manera que en época de lluvias la masa de agua que debe soportar la pila central es extraordinaria; por todo la solución consistió en elevar tanto el tablero que rara vez llega a hacer represa.
Una inscripción latina rezaba: "El puente, destinado a durar por siempre en los siglos del mundo, lo hizo Lácer, famoso por su divino arte", que resulta ser el Julio Caio Lácer, del que no consta su profesión, pero al que se le supone arquitecto, que dedicó los templos a los emperadores divinizados, concluyendo la obra en el año 103 d. C. Estos marcaban las cabeceras del puente, sobre cuya pila central colocó Lácer un arco triunfal en el que inscribió los nombres de los once pueblos indígenas romanizados que habían contribuido a la obra. Es evidente que no sólo se trataba así de hacer justicia a su aportación, sino de añadir la cuota de propaganda que estas obras conllevaban, presente en las cinco inscripciones relacionadas con puentes: éste de Alcántara, uno en Almagro (Ciudad Real), los portugueses de Chaves y de Póvoa de Midôes y el ya citado de la Alcantarilla de Alocaz, en la localidad sevillana de Utrera.
Ya que nos hemos referido al arco triunfal de Alcántara, bueno será recordar que en Hispania existieron otros que tuvieron el carácter estricto de "Arquitectura del Territorio", es decir, servían únicamente para jalonar sus particiones, como puentes simbólicos sobre las calzadas. Así debemos traer a colación, sin más, los del Ianus Augustus, en la frontera jiennense de la Boetica, el castellonense de Cabanes, el de Roda de Barà, el de Ad fines, en el puente de Martorell por el lado de Castellbisbal y el de Medinaceli, en Soria, augusteos todos ellos.
No es necesario señalar que, aunque el puente presenta hoy un aspecto bastante parecido al original, excepción hecha de la apariencia del arco y de la desaparición de la edícula de la margen derecha, su configuración es el resultado de decenas de reparaciones, más o menos profundas, a lo largo de los siglos, pero ello no empaña la impresión que cualquier espíritu medianamente sensible siente al contemplarlo, y no sólo la primera vez.
El badén de Gibraleón no era un puente pero servía para lo mismo, ya que la obra romana de la Pasada del Zuar, en el cauce del río Odiel a su paso por dicha ciudad onubense, era como una plataforma con breves interrupciones, que podían salvarse mediante tablones en los prolongados meses de estiaje, y que, salvo los contados días de avenidas muy fuertes, permitía vadear la corriente a los usuarios de la calzada que enlazaba la actual Andalucía con lo que hoy llamamos Algarbe. Su existencia debe ponernos sobre la pista de obras similares que han podido pasar desapercibidas, dada su poca presencia.
Antes de dejar el tema de los puentes, parece conveniente poner al lector en guardia contra un lugar común en las investigaciones sobre este tema. Resulta que muchos ejemplares de puentes romanos presentan la característica de tener un arco central de mayor luz, como pasa en el de Alcántara, pero al estar situados en llano, el tablero de la calzada por el que personas y animales transitan ha de elevarse para después bajar; es lo que se suele denominar una estructura en lomo de asno. Pues bien, en mi opinión (sustentada, como las de quienes no excavan, en cierta dosis de intuición) es que los puentes romanos no usaron de tal artificio, de tal manera que los que así aparecen en la actualidad o son medievales (el aragonés de Luco de Jiloca, por ejemplo) o están intensamente reparados, como es el caso, ya citado, de Martorell, cuyo arco central gótico debió sustituir a dos romanos de menor luz y altura, que dieron paso a un tablero sensiblemente horizontal. Otra prevención: los romanos no hicieron puentes de ladrillo, o al menos no los conozco, de forma que aquellos de Andalucía que los usan (siendo siempre, para mayor inri, las piezas latericias de medidas no romanas) son del siglo XVI o incluso posteriores, ni siquiera medievales. A los que se atribuye, sin más datos que los derivados de apreciaciones visuales, datación romana debemos exigirles al menos una fábrica de sillares almohadillados suficientemente extensa, y regular en sus disposiciones, colocada a hueso, con roscas de dovelas bien aparejadas y con rastros del montaje más que suficientes; a la cohesión del conjunto debe contribuir un relleno de opus caementicium, o al menos un número de grapas, quizá de madera dura, regularmente colocadas; finalmente, la existencia de un yacimiento romano próximo o el trazado verosímil de una calzada conocida por otras fuentes debe hacer creíble su datación.
Para finalizar insistiré en la importancia de estas obras en la historia posterior de la Península, recordando cómo fue un puente romano, fortificado en la Edad Media como todos ellos, absolutamente todos, el que llegó a detener el avance imparable de las tropas de Napoleón en su avance hacia Cádiz: el puente Zuazo, de San Fernando.